Historia

El Instituto Cardenal Copello tuvo su inicio gracias al reverendo Padre Zoilo Caraballo quien donara a la Congregación de las Hijas del Divino Salvador los terrenos que él obtuvo por herencia, ubicados en la Avenida del Libertador Gral. San Martín y Uruguay en la Localidad de Victoria, actualmente dentro del Partido de San Fernando, para que se construyeran en ellos un Colegio con el fin que la Congregación continuara con su obra educadora.

Las “Hijas del Divino Salvador”es una Congregación instituida por María Antonia de Paz y Figueroa, mujer de extraordinario temple, oriunda de Santiago del Estero, cuyo nombre suena a linaje de españoles y primeras familias de su provincia natal.

Las Hermanas de la Congregación, una de las pocas surgidas en esta tierra, gozaron siempre del reconocimiento de las autoridades eclesiásticas por su labor fecunda desarrollada en la Santa Casa de Ejercicios Espirituales (actualmente Monumento Histórico Nacional) ubicada en las calles Independencia y Salta de la Capital Federal.

El Rvmo. Dr. Santiago Luís Copello, Arzobispo de Buenos Aires y Primado de la Argentina, que fuera designado por la Santa Sede Cardenal Protector de la Congregación, se encargó de la construcción del edificio para entregarlo en manos de la Sociedad Hijas del Divino Salvador.

La piedra fundamental del edificio fue colocada en mayo de 1941 y se inauguró el 8 de diciembre del mismo año bajo la protección de la Inmaculada Concepción. Adjunta al edificio se encuentra la Capilla pública Nuestra Señora de Luján, la cual fue bendecida por el Cardenal Copello. En homenaje a él se debe el nombre del Instituto.

El Colegio se abocó en un principio a la Enseñanza primaria-gratuita y profesional o escuela taller, como así también a la formación de las aspirantes y postulantes de la Congregación.

El 1° de marzo de 1942 llega la Rvda. Madre Modesta Parola Superiora de la Comunidad y primera directora de la escuela compuesta en ese momento por nivel inicial y primario, cuyas clases se inician el 2 de marzo con más de 80 alumnas. También  la escuela taller tiene muy buena inscripción.

Ocho fueron las religiosas que se volcaron con el entusiasmo de sus años juveniles a transmitir sus conocimientos intelectuales y espirituales a esa niñez que desde los inicios fue confiada a ellas por las familias de esta zona y sus adyacentes.

El Instituto fue creciendo año tras año, incrementando el número de alumnos. También fue ampliándose el establecimiento en el aspecto edilicio tratando de mantener el estilo colonial que lo caracteriza.

Se incorporaron alumnos varones hasta tercer grado y en el año 1.959 comienza a funcionar el Nivel Secundario. La primera rectora fue la Madre Laura García, quien le imprimió un sello muy particular a su labor.

Los tres niveles cuentan con un plantel de docentes laicos, continuadores de la obra educativa de las religiosas y consustanciados con los principios cristianos, abocado de lleno a la tarea de educar.

Historia María Antonia  –  MADRE FUNDADORA
Nacida en 1730 en Santiago del Estero, María Antonia desciende de una ilustre familia de conquistadores y gobernantes, contando entre sus antepasados a don Francisco de Aguirre, fundador en Chile de La Serena y más tarde de Santiago del Estero, como paso intermedio entre la poderosa Lima y el incipiente puerto de Buenos Aires. A esta ciudad llega para establecerse el Maestre de Campo Francisco Solano de Paz y Figueroa y su esposa doña Andrea de Figueroa.

María Antonia vive en una humilde encomienda de indios, donde su padre es encomendero. Su niñez la pasa en el campo, en la hacienda paterna, sin más contacto con el mundo que la compañía de sus hermanas -Catalina, Cristina y María Andrea- y de los aborígenes que integran la encomienda regenteada por su padre.

Santiago del Estero es por ese entonces una ciudad de paredes de adobe, quemada por el sol y un aire ardiente y seco, donde el viento norte levanta torbellinos de polvo.

Pero las caprichosas crecientes del río Dulce provocan la emigración de numerosas familias hacia las verdes serranías de San Miguel del Tucumán y hacia Córdoba, que en 1699 se convierte en sede episcopal.

En Santiago quedan unas pocas familias que, arraigadas al suelo no quieren abandonarlo. Todas emparentadas entre sí, de ellas salen cabildantes, alcaldes y regidores, que luchan contra el suelo, el clima y la indiada. La vida es rutinaria en la comarca, y sólo las procesiones de los días santos y las tertulias familiares modifican cada tanto la diaria monotonía.

Una decidida actitud a los 15 años.
Su consagración a la vida religiosa

A los 15 años la familia se establece en Santiago del Estero y la joven les comunica a sus padres su intención de consagrarse a la vida religiosa. Las tres hermanas eligen el camino del matrimonio, mientras ella prefiere leer a San Ignacio de Loyola y dedicarse a ayudar a los aborígenes y a los pobres.

No le faltan muchachos que la pretendan, porque María Antonia es muy bella, de facciones finas y grandes ojos azules. Los santiagueños lamentan la decisión de esta joven tan hermosa.

María Antonia decide entonces usar una túnica negra y vivir junto a otras mujeres como ella, que en aquella época en que no existían religiosas de vida activa -solo había monjas de clausura- se las llamaba beatas.

Las beatas se iniciaban realizando un período de prueba y luego se les entregaba el hábito negro o la sotana de la Compañía, y en ese momento cambiaban el nombre o apellido de la familia, por el de algún santo de su especial devoción. María Antonia de Paz y Figueroa lo cambia por el de María Antonia del Señor San José.

Dirigidas por un religioso jesuita, este grupo ayudaba a los sacerdotes, instruía a los niños en las verdades cristianas, cosían y bordaban, cuidaban a los enfermos y repartían limosnas entre los pobres.

En adelante se la verá caminar por las resecas calles de tierra santiagueña, vestida con su sayal negro y para sus vecinos será la beata Antula.

1767: la expulsión de los jesuitas.
Un vacío difícil de llenar

En su juventud conoce al padre Gaspar Juárez, un jesuita con el cual estará relacionada gran parte de su vida.

Cuando en 1767 se produce la expulsión de los jesuitas, América queda huérfana de un grupo de hombres que había logrado modificar el estado casi salvaje en que se encontraba el sur americano. Porque los jesuitas que llegaron a nuestras sierras, fueron los que fabricaron una imprenta con las maderas locales, utilizaron aparatos astronómicos para descubrir los secretos de estos cielos y construyeron instrumentos musicales. Contaron además con religiosos que se destacaron en otras tareas, entre ellos historiadores como Ruiz de Montoya; arquitectos como Juan Prímoli que planeó el Cabildo de Buenos Aires y los templos de la Merced, San Francisco, el Pilar y San Telmo; cartógrafos que trazaron los primeros mapas y médicos que curaban con yerbas medicinales que ellos mismos preparaban.

Los jesuitas fueron los que enseñaron en sus estancias la ganadería y la agricultura, e iniciaron en Tucumán la industria azucarera, elaboraron el célebre queso de Tafí y en Misiones plantaron el algodón y cosecharon la yerba mate.

De las casas de la Compañía salían cal, harina, quesos, chocolate, jabón, cuchillería de estaño, herrería y telas. En las improvisadas fábricas se producían desde las tallas policromadas hasta los indispensables útiles de labranza.

Pero toda la obra de más de un siglo fue barrida de un plumazo, cuando el rey Carlos III dispuso expulsar a los jesuitas de todos los territorios regidos por el monarca. Los orígenes de esta drástica medida hay que buscarlos primero en la corte, donde los ministros no veían con buenos ojos los consejos de los hombres de la Compañía. Y también en los encomenderos afincados en el Nuevo Mundo, que fantaseaban con tesoros y riquezas acumuladas en las misiones jesuíticas. El recelo hacia los jesuitas también surgió por el poder que habían adquirido en América, gracias a su trabajo silencioso pero muy efectivo. Se argumento también que las misiones terminaron convirtiéndose en un Estado dentro de otro Estado, por lo que era necesario terminar con esa situación.

Lo cierto es que la decisión de Carlos III, juzgada como nefasta por la historia, dejo un vacío que las demás ordenes religiosas no pudieron llenar. Cerraron colegios, se desquiciaron las administraciones en aquellos lugares donde antes había prevalecido el orden, se vendieron propiedades para favorecer a particulares por motivos políticos, que permitieron comprarlas por monedas y se generó una grave confusión en las comunidades aborígenes que no lograron entender la disposición monárquica.

Fidelidad de María Antonia a los Jesuitas.
La reinstauración de los ejercicios espirituales.

María Antonia cuenta 37 años cuando Carlos III dispone la expulsión de los jesuitas.

Este hecho fue un golpe muy duro porque de pronto se siente como huérfana ante la ausencia de quienes la venían orientando espiritualmente en su vida. Y en un medio hostil como es la condena pública del gobierno y su posterior destierro, María Antonia los defiende y se confiesa fiel seguidora, en un momento en que ser partidaria de los religiosos jesuitas no es bien visto y hasta resulta peligroso.

Para no nombrarlos se les dice los «expatriados» y hasta deja de celebrarse la fiesta de San Ignacio. Se habla por ejemplo, de los bienes que pertenecieron a los «expatriados».

María Antonia sigue manteniendo contacto con los jesuitas a través de sus cartas. Especialmente con el padre Gaspar Juárez, residente en Roma.

El hecho produce un cambio fundamental en María Antonia, que se propone llenar de alguna manera el vacío profundo dejado por la expulsión de los hijos de San Ignacio.

Cree entonces que una manera de suplir la ausencia de los religiosos es reinstaurar los Ejercicios espirituales que los conoce por propia experiencia, y además por los inmensos beneficios espirituales que brindaban a los que los ponían en práctica.

Antes de la expulsión de los jesuitas, los Ejercicios eran una práctica habitual y de los que la gente participaba no sin cierto sacrificio, -especialmente cuando debían realizar largos viajes – porque abandonaban sus tareas durante varios días. Pero la gente los hacia porque sentía un gran deseo interior.

Descalza, con una túnica y una cruz, organiza los primeros ejercicios espirituales.

Los Ejercicios espirituales son practicas piadosas iniciadas por San Ignacio de Loyola, en las cuales los participantes viven en un lugar cerrado durante varios días, y escuchan una serie de charlas que sirven de base para que los ejercitantes reflexionen y mediten, y apliquen los principios cristianos a su vida personal.

María Antonia descubre en los Ejercicios Ignacianos la labor a la cual debe consagrarse para rescatar esa práctica valorada por sacerdotes y fieles.

Decide salir entonces con su túnica negra, descalza y con una gran cruz de madera en la mano, que le sirve como apoyo cuando camina, para invitar a la gente a participar de los Ejercicios.

Y comienza su recorrido de puerta en puerta. Un grupo de mujeres se acerca a María Antonia que ya demostraba una gran capacidad para entusiasmar a otras personas en esta tarea. Entre ellas su sobrina Ramona Ruiz y Manuela Villanueva, una pariente lejana; ambas la acompañarán toda la vida.

María Antonia demuestra interés en hacer las cosas con excelencia. Busca al sacerdote que mejor predica y lo encuentra en el superior de los mercedarios, el padre Diego Toro. Las dos primeras tandas tienen tanto éxito que se anima luego a salir a la campiña y recorrer los pueblos rurales.

Comenzaría luego un itinerario que se extenderá a los pueblos de Silípica, Loreto, Salavina, Soconcho, Atamisqui y otros. María Antonia organiza los Ejercicios en Santiago desde 1768 hasta 1770. Los frutos de estos encuentros fueron muchos: esposos que se reencuentran, enemigos que se reconcilian, pecadores que se convierten.

Lleva los Ejercicios a las provincias vecinas
«Fui curada por una mano invisible»

Trepa entonces la sierra de Ancasti y baja al valle de Catamarca para continuar con su obra. Sigue por los arenales riojanos hasta llegar a la capital y luego se dirige a Jujuy.

El obispo del Tucumán, Juan Manuel Moscoso y Peralta -que entonces tenia jurisdicción sobre dicha provincia, Salta, Jujuy, La Rioja, Santiago del Estero y Córdoba – le otorga licencias pare pedir limosnas destinadas a organizar los Ejercicios espirituales que serían predicados por sacerdotes del lugar

Y así los Ejercicios comienzan a tener aceptación nuevamente, y a ellos concurren tanto sacerdotes, como hombres y mujeres de la sociedad y gente del pueblo.

«Los frutos de los Ejercicios los conocen los buenos sacerdotes que me ayudan y me dicen que se advierte reforma en la ciudad y sus contornos» -escribe María Antonia -.

«Los Ejercicios no paran en ninguna estación del año, ni por fríos ni por calores. Cuando salen unos, no hay más días de por medio que dos, otras veces uno, y ha habido ocasión que han salido por la mañana y han entrado por la tarde otros».

«Los Ejercicios no discrepan en nada de los que los Padres daban. Lo que he añadido es que sean de diez días contando desde el día en que entran hasta que salen».

María Antonia realiza estos recorridos junto con sus dos compañeras, algunas mujeres que las ayudan en las tareas domésticas y un peón de su confianza. Llevan un carrito y mulas para la carga y los elementos para celebrar la Misa.

Cuando llega a un pueblo se pone de acuerdo con el sacerdote que anuncia la realización de los Ejercicios. Mientras, ella sale a invitar a las familias del vecindario y a pedir limosna, que cuando es en especies la carga en el carrito.